Comentario
Los discípulos de Murillo no siempre así denominados formaron un amplio elenco, casi todos con personalidades y obra todavía sin concretar, estudiándoseles sólo mediante algunos cuadros. Esto no impide afirmar que pintaron con las directrices del gran artista, con resultados tan dispares que, pese a la capacidad de cada cual, muchísimas de sus realizaciones se le han atribuido equivocadamente hasta ahora. Aún vivo y más tras su muerte, Murillo y su estilo fueron susceptibles de imitación, a diferencia de Valdés, no siempre grato. La causa fundamental fue el éxito generalizado del arte murillesco, con cuya unción y amabilidad se identificaba una amplísima clientela incluso mucho después de la muerte del maestro, sobre todo en los temas de la Virgen y la niñez de Cristo, vigentes hasta rebasar el Setecientos. En la tarea de clarificar sus personalidades y atribuciones falta la recopilación y puesta al día de muchos datos sobre su biografía y obra, así como una investigación sistemática. Todos usaron a menudo estampas flamencas e italianas para sus composiciones, tanto por ser costumbre avalada por los grandes pintores como por venir impuestas a veces por la clientela y por su valor para suplir carencias de inspiración.
En orden de edad destaca Francisco Meneses Osorio (¿?, h. 1640-Sevilla, 1721), tradicionalmente considerado, y con razón, el mejor heredero de la estética murillesca, desde que se le escogió en 1682 para continuar las pinturas del retablo de los capuchinos de Cádiz, concluyendo lo que Murillo dejó inacabado. Sin embargo, algo de personal hay en su obra, que comenzó en la década de los sesenta coincidiendo con la fundación de la Academia, a la que perteneció entre 1660-1673, lo que favorecería una relación y hasta un discipulado directo con Murillo. En cualquier caso es seguro un conocimiento mutuo que también pudo concretarse en términos de colaborador, pues habría cierto consenso de afinidad estilística entre ambos, al encomendársele el citado conjunto gaditano. Parece significativo que éste fuera su primer encargo importante en magnitud y envergadura pictórica, al comprender un gran lienzo central de los Desposorios de Santa Catalina y otros cinco de Dios Padre y Santos que Meneses resolvió plegándose por entero a lo murillesco, con la altura y dignidad artística de que era capaz aunque con resultados más endebles y que presidirán toda su producción. A partir de aquí inició una carrera jalonada de obras, cuya pauta fundamental fue la búsqueda de identidad de estilo con el del maestro, que a la postre consiguió en cuadros como la Aparición de la Virgen de la Merced a San Pedro Nolasco (Sevilla, Museo), tan acertada que hasta no hace mucho se catalogaba como de Murillo.
Tal ductilidad para plegarse a una manera exitosa pero en definitiva ajena, no obstó a que ocasionalmente mostrara un modo diverso de hacer. Así se ve en San Cirilo en el Concilio de Efeso del mismo Museo, ambiciosa composición que pese a su firma y fecha de 1701 entronca en estilo con la tradición sevillana de mediados del XVII, al conjugar el realismo y las formas escultóricas de las figuras, propios de Herrera el Viejo o Zurbarán, con la ligereza de la aparición mariana que preside la escena.
Juan Simón Gutiérrez (Medina Sidonia, 1643-Sevilla, 1718), pintor con ciertas dotes que de 1664-72 asistió a la Academia. Por su longevidad produciría bastante pero con seguridad sólo se conocen dos cuadros suyos. El más temprano, una Virgen con el Niño y Santos agustinos (Carmona, La Trinidad) con firma y fecha de 1689, de composición en dos niveles arcaica para su tiempo, demuestra un estilo del todo tributario de Murillo. En cambio, un Santo Domingo confortado por la Virgen y Santas firmado en 1710 posee un tratamiento de las formas más menudo, con acentos ya casi rococós y más afín con lo avanzado del momento.
Esteban Márquez de Velasco (La Puebla de Guzmán, 1652-Sevilla, 1696), fue de talento mediano y tuvo un taller del que salió una abundantísima producción, que refleja notorias desigualdades tanto propias como de ayudantes. Tras una oscura formación sevillana con su tío Fernando Márquez, asimiló con tesón el estilo de Murillo convirtiéndose en uno de sus mejores seguidores, sobre todo en fragmentos. De hecho, algunos de sus cuadros salieron de Sevilla como originales del maestro en el expolio de la francesada durante la Guerra de la Independencia. Mas un obstáculo para conocer bien su desarrollo artístico es la falta de obras firmadas o datadas con certeza del tiempo en que pintaba con plena actividad. De 1693, y por tanto anterior sólo tres años a su temprana muerte, es la Lactación de Santo Domingo (Fuentes de Andalucía, Santa María de las Nieves), donde reúne fórmulas de obras famosas de Murillo, con dibujo ligero y acertada entonación cálida. Pero a la inversa, muestra problemas para componer en gran formato en su Cristo y la Virgen protegiendo la infancia, de 1694 (Sevilla, Universidad). Algunas piezas de sus numerosas series para sedes religiosas, tales como las conventuales de la Trinidad, San Agustín y el Hospital de la Sangre presentan con diversidad esas características, como los pasajes de la Virgen que fueron de la primera citada.
Sebastián Gómez (Granada?, h. 1665?¿?) debe ser el mismo apodado el Mulato, supuesto esclavo de Murillo pero del que faltan muchas noticias. De la firma de uno de sus cuadros se dedujo que posiblemente era hijo de moriscos de Granada, donde se iniciaría como pintor. Instalado en Sevilla en las últimas décadas del siglo, optó por el éxito que garantizaba acoplarse a la manera murillesca, que nunca dominaría del todo. Su afán de grandilocuencia compositiva con dibujo endeble y tan confuso como el colorido en La Virgen del Rosario con Santos (Sevilla, Museo), firmado en 1690 y lo más temprano suyo conocido, evolucionó hacia cierta perfección en obras posteriores, cual la Santa Rosalia de 1699 y una Inmaculada (Museos de Salamanca y Sevilla). Con todo, sería pintor de cierta productividad, pues exportó cuadros a México, como los cuatro del Museo Nacional de esa ciudad.
Otros pintores menores de producción fundamentalmente religiosa fueron Juan Martínez de Gradilla (activo entre 1660-82) y Jerónimo de Bobadilla (Antequera, ¿?-Sevilla, 1708), de la Academia, mal conocidos y que como otros cambiaron su estilo desde lo tardozurbaranesco hacia la novedad de Murillo y Valdés. Tomás Martínez (activo en la década 1660-1714) siguió su única obra cierta el Bautismo de Cristo (Sevilla, Santa Ana), firmada en 1668, el cuadro del maestro del retablo de San Antonio de la catedral de ese año. Citados como murillescos pero sin datos aún para confirmarlo son Francisco Pérez de Pineda, en la Academia de 1664-73, y Miguel del Aguila, que murió en Sevilla en 1732. El estilo de Murillo irradió hasta Granada, a tenor de la obra de Diego García Melgarejo, miembro de la Academia, pero que al pertenecer a aquella otra escuela no cabe considerarlo en la sevillana.
Se puede mencionar a otros pintores a caballo entre los siglos XVII y XVIII, continuadores de lo murillesco ya por conocer al gran maestro ya por formarse ante su obra. La suave estética de Murillo enlazaba sin dificultad de un siglo a otro al coincidir con la delicadeza pujante y propia del gusto dieciochesco. Por vía paterna recibiría esa herencia Cristóbal López (Sevilla, h. 1671-íd., 1730), hijo de José López y discípulo del maestro, cultivador de un murillismo duro y compacto (serie de la Vida de San Juan Bautista, Málaga, Museo Diocesano) que no obstó para que instruyese a Bernardo Lorente Germán.
Alonso Miguel de Tovar (Higuera de la Sierra, 1678-Madrid, 1758) fue el mejor murillesco setecentista y esta capacidad pudo en parte servirle para obtener el rango de pintor regio. El nombramiento coincidió con la estancia de la nueva Corte borbónica en Sevilla de 1729 a 1733 y es sabido el afán de la reina Isabel de Farnesio por hacerse con todos los cuadros posibles de Murillo. La consolidación de Tovar en ese medio áulico fue tal que marchó con la Corte a Madrid y aunque su producción religiosa justifica el aprecio logrado, hoy interesa más su calidad en el retrato a la vista de alguno que otro conservado.
Esta definitiva consagración del murillismo, avalada incluso por el gusto regio explicaría también en parte que Bernardo Lorente Germán (Sevilla, h. 1680-ídem, 1759) logrará relacionarse con la Corte mientras ésta permaneció en la ciudad, pues hacia 1730 retrató al Infante don Felipe (Barcelona, colección privada). De su labor ya se descarta que creara el tema de la Divina Pastora, tocado además por otros, y si en lo religioso acertó a recoger con personalidad la soltura de Murillo, más valor posee su destreza en el trampantojo, donde dejó soberbias muestras (El Tabaco y El Vino, París, Louvre) que conectan con la difusión local de este género en el siglo anterior, prolongando y superando en mucho lo hecho antes.
En cuanto a los discípulos de Valdés, hemos aludido a Arteaga, pero sólo a su hijo Lucas de Valdés (Sevilla 1661-Cádiz 1724) se le considera estrictamente como tal. Formado como su padre, fue artista precoz, pues con diez años ayudó a aquél en los grabados del libro de la canonización de San Fernando. Pero también estudió con los jesuitas por voluntad paterna, conforme a la nueva mentalidad formativa derivada de la experiencia de la Academia, nacida un año antes que él mismo. Valdés padre era así consciente de que la educación del pintor debía superar el mero aprendizaje del oficio propio del sistema tradicional del gremio. Ello le permitió incluso abandonar la pintura, al ser elegido en 1719 profesor de Matemáticas de la Escuela Naval de Cádiz.
Forjado en la terminación de los ciclos paternos en San Clemente y los Venerables, se especializó en tales decoraciones ilusionistas, arquitectónicas especialmente, que revelan su preparación teórica en lo prospéctico y escenográfico. Ejemplos son las pinturas murales de las iglesias sevillanas de la Magdalena y San Luis (1715-9), esta última de jesuitas y que no es raro se le confiara al haberse instruido con ellos. En ambas desplegó composiciones ambiciosas donde los asuntos semejan grandes estampas coloreadas sin vida, lo que también sucede en las fingidas tapicerías de la nave de los Venerables, algo anteriores. Sus cuadros de caballete presentan ese mismo hacer, con narrativismo realista y acabado algo torpe (serie de San Francisco de Paula, Sevilla, Museo), destacando en cambio en varios retratos y en el agua-fuerte con temas sacros y personajes sevillanos.
Clemente de Torres (Cádiz, h. 1662-ídem, 1730) se adiestraría asimismo con Valdés, heredando su bravura pictórica aunque sea escasa la producción que puede atribuírsele. En cualquier caso parece probable que sean suyos, junto a otros pocos cuadros, seis Apóstoles pintados en los pilares de la iglesia dominica de San Pablo de Sevilla, cuyo ímpetu de impostación y factura corrobora la tradición que le hace discípulo valdesiano. Visitó la Corte madrileña en 1724 logrando conectar allí con sus círculos pictóricos, como lo atestigua su amistad con Palomino, al que dedicó un elogio poético.